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Festival de 4 miles en California

Erik Schulte  /  Sep 7, 2017  /  8 Min Read  /  Trail Running

Emptying rocks from the shoes atop Mt. Russell, with a view a Mt. Whitney. Photo: Erik Schulte

Medio aturdido, me revolví en el sudoroso aroma a almizcle de mi saco de dormir. Había pasado la noche sobre el duro bloque de concreto justo afuera de las letrinas del Camping Independence, con el hedor a mierda envolviendo mi intermitente sueño. Cerré los ojos, tratando de olvidar donde estaba. Las caderas estaban resentidas, me dolían los riñones y las primeras líneas de “4 Minute Warning”, de Radiohead, sonaban misteriosamente en mi cabeza:

Esto es solo una pesadilla

Pronto voy a despertar

Alguien me va a traer de vuelta

Tres días antes, veía el auto de Jess alejarse del camping Tuttle Creek en Long Pine, California, dejándome solo en ese desierto polvoriento con las preocupaciones sobre los desafíos que vendrían en los próximos días. Nueve días, quince cerros sobre 4.000 metros e incontables horas de correr y pedalear. Mi gran objetivo era hacer todas las cumbres sobre los 4 mil metros en California únicamente utilizando mis propios medios: corriendo y pedaleando, solo y sin soporte.

Tras una noche tibia en el suelo del desierto, desperté a un lácteo dosel de estrellas. Eran las 2:35 a.m., 10 minutos antes de que mi alarma tuviera que sonar, pero estaba aburrido de esperar. Para las 3 estaba jalando el drenaje a Tuttle Creek en camino al monte Langley. Todavía era de madrugada, y me sentía bien de por fin estar moviéndome. Siguiendo un sendero “de usuarios” me encontré necesitando cruzar una plancha de granito. “¿Es este el camino?” dudé. Pero optando por continuar implacablemente hacia delante, usé una pequeña terraza de barro y musgo para lograr agarrarme del otro lado.

Festival de 4 miles en California

El campamento de la primera noche en Tuttle Creek. Foto: Erik Schulte

Ya habiendo cruzado, encontré los rugidos de una cascada bloqueando mi camino. Miré por unos momentos, el agua se precipitaba por el haz de luz de mi linterna hacia la oscuridad, y me imaginé resbalando y cayendo hacia lo desconocido. Opté por retroceder hacia el otro lado de la terraza musgosa. Una vez al otro lado encontré una sección de 30 metros en layback que llevaba directo a una meseta sobre la cascada. Aliviado de no estar cayendo a mi muerte imaginaria, disfruté esa pequeña dosis de inesperada escalada y pronto estaba de vuelta en mi camino a Langley.

Llegué a la cima cerca de las 7:30 a.m., tan solo una hora y media detrás de mi poco realista (como pronto me daría cuenta) planificación. Pero este sería el tópico para el resto del día. Lentitud para encontrar la ruta a través de praderas y pasos sin senderos, sobre bloques de granito del tamaño de un automóvil y subiendo por eternos campos nevados, me sentí más solo que nunca. Cuando finalmente divisé el sendero de monte Whitney, estaba extasiado. No más buscar la ruta, ahora podía bajar la cabeza y acelerar.

Por pura felicidad, me fui como un bombardeo hacia abajo de esa pendiente arenosa. Muir, luego Whitney, un sendero simple, y rebasando a las hordas de caminantes que comentaron, todos ellos, cuán rápido me estaba moviendo. Yo no lo sentí.

Arriba del monte Whitney miré sobre su escarpada cara este. Tan cerca del límite, pero más lejos de mi propio límite de lo que me había sentido durante todo el día. Cuando vas a las montañas solo, tu límite percibido está mucho más cerca de lo que jamás habrías pensado. No hay nadie más ahí en quien apoyarte, nadie que ayude a tomar decisiones o determinar si esta es la ruta correcta. Aprendería esa lección, una y otra vez, a medida que el viaje continuaba, pero el descenso del Whitney en ruta al monte Russell sería revelador.

Inicialmente descendí la Ruta de los Montañistas, pero pronto tuve que dejar la comodidad relativa de ese camino bastante utilizado para dejarme caer hacia la cuenca entre el Russell y el Whitney. Me encontré bajando acantilados y des-escalando fisuras de quinto grado. En una oportunidad me apoyé en un bloque empotrado en una de las fisuras y todo el bloque se desplazó unos centímetros y volvió a asentarse. Momentáneamente paralizado por tan estúpido movimiento, miré los cientos de metros de granito que quedaban hacia abajo. “Confort” es un término relativo, pero cuando te expones a una situación en la que no tienes más alternativa que seguir adelante para zafar de ella, empiezas a hacer más laxa tu percepción de la realidad. No hay una estación de ayuda donde llegar en los próximos kilómetros, no hay un equipo que escuche tus quejas. Por un segundo mientras hacía una pausa en ese lugar, pies y manos ansiosamente empotrados en la fisura, sentí como si todo esto fuera demasiado para mí. La cuenca estaba un sinfín de metros más abajo y el Russell se alzaba amenazante al otro lado. Mis únicas opciones eran recostarme y probablemente morir ahí mismo o seguir adelante. En realidad no había mucho donde elegir.

El día anterior había planeado que el primer día tomara unas ocho o nueve horas, lo que me ponía cómodamente en mi bicicleta alrededor del mediodía. Eso, pensé, me daría tiempo para comer y luego hacer el viaje al inicio del sendero de Shepherd Pass antes de que anocheciera. Desde la carretera 395 la Sierra Oriental sobresale desalentadoramente por sobre el desierto cubierto de salvia: 2.000 o 2.500 metros verticales más arriba, los picos aparecen como monstruos enojados que te desafían a acercarte. Su gran volumen, en contraste con lo bajo de las colinas del desierto dan la impresión de que están casi tan cerca como para alcanzarlas desde la comodidad de tu auto mientras conduces a su lado. Pero aquellos que se aventuran entre medio de ellas pronto descubren que todo lo que está al lado este se ve mucho más cerca de lo que realmente está.

Las nueve horas planificadas para mi primer día rápidamente se convirtieron en un día completo de 15 horas antes de estar de vuelta en la bicicleta. Sin embargo, emocionado por haber superado tantos obstáculos y contratiempos, me monté raudamente en la bici y bajé a Lone Pine para cenar. Para las 8:30 p.m. estaba de vuelta en la carretera en camino a Shepherd Pass. La manejada fue lenta, y debería haber tomado más agua durante el camino. Para las 11:30 saqué mi bicicleta del camino de tierra, hice mi cama y me desplomé en el arenoso suelo del desierto.

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Una vista del camping aguja de pino. Foto: Peter Snow

El segundo día fui más relajado para la partida, y tras una breve pedaleada estaba en el sendero, corriendo, cerca de las 7 a.m. A los 400 metros traté de rascarme la cabeza y me di cuenta de que aún tenía puesto el casco. “¡Diablos!” me maldije por no estar más atento. Rápidamente lo oculté en el cartel del John Muir Wilderness esperando que nadie se lo llevara. “Me pregunto si esto es una mala señal”, pensé, pero me refuté prontamente, “Las señales no son reales, estúpido. Sigue moviéndote”. Parece que además estaba hablando solo.

Al poco tiempo cambiaría mi opinión sobre las señales, ya que la siguiente vendría de la orina. Cuando salí del camino para orinar por primera vez en el día, al mirar hacia abajo vi con horror un chorro de sangre rojo en lugar del amarillo claro normal. Inseguro de la gravedad de esta nueva señal, opté por ver cómo serían los próximos orines. Presioné, tomando toda mi agua, y para la segunda vez que oriné ya había llegado al Campamento Anvil en el sendero de Shepherd Pass. Así como son las señales, esta era peor: rojo oscuro. “Mierda”.

Esta era, probablemente, una señal de que debía dar la vuelta, reorganizarme, tomar un día de descanso y volver a intentar este objetivo mañana. En cambio, me recosté en la pradera cerca del arroyo bebiendo abundantes cantidades de agua mientras un ciervo pastaba cerca, manteniéndome sospechosamente vigilado. Después de un par de horas, mi orina comenzó a recobrar su normalidad. Decidí seguir moviéndome.

Por el resto del día mi movimiento fue lento y ruidoso. Una vez sobre Shepherd Pass me moví torpemente a través de los bloques del tamaño de una SUV que protegen el camino hacia el monte Williamson. Demasiados errores en la búsqueda de la ruta, demasiado lento, demasiado estrés en el cuerpo. Para la 3 p.m. estaba en la base del Williamson, mirando los 610 metros de desnivel que es necesario recorrer para pararse sobre él. El cielo se tornaba amenazante sobre la cumbre y las nubes comenzaban a aparecer un poco hacia el oeste. Mi mente procesó de a poco la situación. Sabía que me estaba moviendo demasiado lento, y temiendo quedar atrapado en una tormenta eléctrica en la cima de un trozo gigante de granito, tomé la difícil decisión de dar la vuelta.

“Desearía que esto fuera un Ultra,” pensé. Entonces podría haberme dejado caer, montado en el auto más cercano y revolcado en mi propios lamentos. En lugar de eso, estaba a 24 km de mi bicicleta, que se horneaba bajo el sol del desierto 2.400 metros más abajo. Unas lágrimas cayeron lentamente por mis mejillas, y las nubes comenzaron a abrirse mientras me tambaleaba tristemente por el sendero. De vuelta en la bici, mentalmente apabullado por el día, me acurruqué en la sombra del auto de otro caminante, sacudiendo hormigas de mis piernas quemadas por el sol, tratando de procesar mis siguientes movimientos. Llamé a Jess, esperando una respuesta sencilla. Me enjuagué en el arroyo, preparé un par de platos de ramen y cargué mi bicicleta para el largo y polvoriento pedaleo de vuelta a Independence.

Esa noche comí una excesivamente cara hamburguesa en el único restaurant del pueblo, y cuando partí a buscar un lugar para pasar la noche, una tormenta había comenzado a entrar. Las calles oscuras me dieron una sensación de soledad, y el viento azotaba mi cada con arena y polvo. Nada sale fácil. Una vez en el camping, el único resguardo que pude encontrar de esa furiosa tormenta fue el bloque de cemento justo al frente del único sector del camping con letrinas. Me acosté esa noche mientras la lluvia caía a cántaros a mi alrededor, los árboles se azotaban con el viento y el hedor de un verano de orines y caca me envolvía: un final apropiado para un día difícil.

Festival de 4 miles en California

Camping de Letrina, Independance, CA. Foto: Erik Schulte

A la mañana siguiente me desperté en la bruma, sintiendo el dolor del trabajo del día anterior no en las piernas sino en los riñones. “Arrgh.” Con algo de comida, café y deliberando con amigos por mensajes de texto, decidí abandonar el objetivo, aunque todavía quedaba el maldito problema de llegar a casa. Había algo así como 480 km entre mí y la comodidad de mi cama, y nadie alrededor a quien le interesara esta situación auto infligida.

Con mis opciones limitadas a una sola, cargué mi bicicleta, apunté las ruedas al norte en la carretera 395 y comencé a pedalear de vuelta a casa.

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